EL DESPERTAR

En algún lugar sin nomenclatura desperté; aunque no sabía a ciencia cierta si había estado durmiendo. Sólo atiné a balbucear; pero las palabras no podían salir de mi garganta. Y tuve miedo; creí que tal vez ya no existía; no existía como ser de carne y hueso; pero sí como ser espiritual.
De pronto, comprendí que podía estar allí esperando la decisión del Tribunal Superior Divino. Qué veredicto decidirían: culpable o inocente. Una decisión muy ardua, más teniendo en cuenta, que todo acto ejecutado en vida, lleva impregnado la vulnerabilidad de haber sido realizado por una simple mortal dotada de infinitas contradicciones.
Pero no, no había pasado a mejor mundo ni tampoco había descendido al reducto de las tinieblas. Lo supe cuando pude corroborar el dolor que sentí al morderme los labios, plagada de impotencia y de terror. Sin embargo, seguía sin poder moverme, sin poder emitir sonido, sólo escuchar los ecos de mi conciencia aturdida.
Al fin logré serenarme, no era cuestión de volverme loca, de dejarme vencer por la ineptitud. Entonces comprendí que podía haber sido víctima de un secuestro. Pero quién querría secuestrar a un simple ser carente de cuentas bancarias, dinero, propiedades y tarjetas de crédito. Cuestión desechada.
Y cuánto más me afligía tratando de comprender lo incomprensible, comprendí - valga la redundancia - que quizá lo que ocurría era que me encontraba en grave estado en algún hospital o neuropsiquiátrico del planeta.
Esta teoría me atemorizó aún más, era la más concreta y la menos delirante. ¡Qué horror! terminar mis días mundanos en un laberinto de ensueños sarcásticos, rodeada de radiografías, transfusiones, electroshocks y tubos de ensayo.
Mi cuerpo inmóvil se estremeció y comencé a tiritar ininterrumpidamente. Todo era oscuridad a mi alrededor; y mi rompecabezas estaba lejos de solucionarse.
Fue entonces cuando traté de remontarme a mi último minuto de lucidez. Y recordé que me hallaba en mi cuarto, tendida en la cama llorando por un amor que me había olvidado.
De pronto, mi rostro se humedeció y las lágrimas comenzaron a hacerse sentir. El primer hilito de luz se dejó ver en mis pupilas dilatadas por tantos narcóticos inexistentes. Eso me dio muestra de que la ceguera no era física sino mental; el problema estaba en mi interior.
Me relajé nuevamente. Traté de buscar la respuesta a tal absurda confusión ¿Cómo era posible haber estado tan ciega o tan dormida? ¿Puede tanto el desconsuelo, la pérdida, la desilusión? ¿Es posible haber estado muerta en vida?
Las preguntas continuaron afluyendo; pero las revelaciones estaban lejos de aparecer. Me pareció que lo más lógico, si quería revelar mi caso, era inmiscuirme de lleno en aquella última vez de cordura terrenal. Y ahí, estaba yo, implorándole a Dios por aquel hombre que había roto mi corazón en mil pedazos, suplicándole que me devuelva lo que era mío -aunque no lo era evidentemente -; añorando días de naufragio y de sepultura pasional.
Ahí estaba yo, delirando por un ser que no se lo merecía, olvidándome de mi existencia, para vivir por siempre en el recuerdo de un amor que no pudo ser. Y si no pudo ser, para qué seguir sufriendo.
Súbitamente, todo comenzó a esclarecerse: mi ceguera producto de la estupidez y del desconsuelo comenzó a desaparecer. Las cosas volvían a tomar forma y los cuestionarios iban encontrando sus correspondientes respuestas.
Era difícil asumir una nueva vida sin la persona elegida; pero más complicado hubiese sido vivir en la más absoluta oscuridad.
Muchas veces, no queremos asumir que nos han dejado de querer. Y buscamos mil excusas, para seguir aferrados a un pasado que lo único que nos trajo fue un fuerte dolor de cabeza.
Era más sencillo huir, que asumir una realidad odiosa, aunque verdadera. Sin darnos cuenta que la vida fluye y pasa por al lado de los tontos sin dejarse ver.
El amor es un invento de cada uno, elegimos a quien amar y por quien dejarnos amar. Y también escogemos entre olvidar, sufrir, continuar, odiar... La lista es infinitamente larga y personal.
La elección es de cada uno, para cada uno. Yo desperté; todavía mi cuerpo tiembla; pero dejé de tener pesadillas.

Por Andrea Sigal © 1999

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