ESPERANDO QUE ELLOS NO LLEGUEN
El mundo floral, cuan perfecto. Digno de ver, oler y
admirar.
Las vemos allí, todas juntas con sus coloridos diferentes,
coqueteando con el viento, que las mueve; pero no las arranca, solo las
despeina.
Jamás desconocen de dónde vienen, orgullosas de su estirpe,
de su razón de ser. Tienen sus raíces arraigadas en la tierra madre. Y no
quieren que nadie atine a dudar quiénes son y cuáles son sus objetivos en la
vida.
Para que las abejas se posen en ellas, tratan de sacar lo
mejor de sí. Y no salir a robar el brillo de sus pares, trabajan en conjunto, y
no importa quién logre atraer con el encanto a las picantes voladoras, deseosas del buen néctar. Ellas intentarán
igualarse, pero nunca competir ni tomar lo que no les pertenece. Comparten
enjambres porque eso las poliniza, las regenera, las perpetúa. Los vientos
esparcen el polen y las lluvias apagan su sed de vez en cuando. Pero si escasean los torrentes o el agua
pluvial, se conforman con las gotas de rocío que la noche les obsequia hasta la
madrugada.
Y bajo la brisa del aire,
y la humedad de la negrura descansan satisfechas bajo la luz de la luna o de
las luciérnagas traviesas que trasnochan y danzan mientras ellas, plácidamente,
sueñan despiertas.
Pero no todo es siempre puro, sin sobresaltos, de vez en
cuando un oscuro animal, muy temido en todos los reinos del planeta, se aparece
impidiadoso, sin empatía, sin remordimientos y las arranca de cuajo, para
arrojarlas al vacío, o las coloca en un ataúd de cristal lleno de agua fresca para
gozarlas hasta que sus fuerzas digan basta, hasta acá llegamos; entonces
tiemblan.
Y mientras esos seres malignos, les quitan sus últimas gotas
de fragancia, sólo para saciar sus apestosas almas hediondas; ellas luchan sin
cesar para no perecer sin haber dejado algo de sí en este universo.
Se comentaba en su
reino, entre chismes y diretes, que esos
entes que aparecían de la nada, como almas en pena, eran espectros
peligrosos. Pero cómo escapar, si lo único que podía hacerse era ruido, moverse,
ondularse y alertar a la manada indefensa para que se prepare a luchar, para que
al menos sus próximas generaciones se impregnen de un veneno que las proteja de
la avaricia que las rodea.
Ya es tarde para las condenadas, el aire se está acabando,
sus brazos verdes se están poniendo marchitos, sin fuerzas para seguirla
peleando. Y ellos, los lúgubres
individuos de saco gris están yendo
insaciables por el resto de ellas para cubrir de colores sus insípidas y
descoloridas existencias.
Andrea Sigal © 2018
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