LA PEOR CITA DE LA VIDA




Todos nos deleitamos contando millares de anécdotas de salidas y encuentros que fueron memorables, apasionados. Que han marcado un momento de nuestra vida que sería digno de repetirse una y otra vez. Pero poco sabemos de esa cita que nunca volveríamos a tener en mil y una noche, o peor aún en mil y una vida. En esos anocheceres o amaneceres que de mágicos sólo tienen el final. Ahí es dónde vamos ahondar en estas largas líneas, de cortas noches que parecieron eternas para los protagonistas. O al menos para uno de ellos (Yo).

Ella era una adolescente, un poco susanezca , los que leímos Mafalda sabemos a qué nos referimos con ese término; y el que no, no sabe lo que se ha perdido hasta el momento. Su nombre me suena, Andrea.
Andrea estaba sola, tenía edad para estarlo. Su mejor amiga de 19 años, igual que ella, se había puesto de novia, con un chico algo mayor, solvente, y con varios amigos ávidos de chicas para enganchar (estaba de moda en ese ambiente este tipo de presentaciones). La llamaron y la invitaron a salir con un muchacho prometedor en todo sentido. Ella era una chica que salía, iba a bailar, y mal no le iba. Pero esto era algo más formal. Para pensar en algo serio. Y sí que lo fue. Llegaron a buscarla dos parejas y el muchacho en cuestión. A primera vista no fue, a segunda menos. Le chocó su prominente bigote, parecía un tipo mayor que ella, unos años tan solo; pero no iban con su juvenil pensamiento. Y allí arrancó un recorrido interminable, de tan sólo 6 horas; que parecieron las horas más eternizadas de su corta existencia.
Y como para darle más horror a su horrorizada conquista, la mega salida no terminaba nunca, aún cuando apenas había comenzado. Y hubo previa, en un bar cheto a orillas del Monumental, un pub llamado Jonathan, oscurito y formal.
Eran dos parejas, una la de su amiga, y la otra una corredora de autos con su novio, una pareja moderna, sin prejuicios. Y él y ella. Ella que era yo.
Cuando terminaron de hablar sandeces, al menos eso lo era para mí, que tenían cero onda, la tenían. El grupete decidió seguir la pachanga en un boliche re top, que quedaba en la Conchinchina dando la vuelta y media más. Se llamaba Tía Pola, y quedaba en Ingeniero Maschwitz.
Pero para el colmo de los colmos fui enviada en el auto con la pareja cool y el tipo de los bigotes eternos. Que entonaba: - “La felicidad, lalala…” Era demasiado, dame Soda Stereo, Virus, Los Abuelos, Los Stone, etc. Pero no me cantes una de Palito. Y para rematarla, el seductor de los bigotones dice: _ ¿Qué pensás si te digo que si te veo en malla, solo te miraría a los ojos… ? Ya era intolerante. Nauseabundo. Así en ese contexto, llegaron a la disco.
Una disco que estallaba de onda, y entre los dos, por ella, la onda se cortaba con cuchillo. Ella, yo, no bebía,  pero ese día lo intentó e hizo desaparecer medio vaso largo de Gancia con limón. Esperando que el alcohol ayude a no morir en el intento.
Él no se percataba por nada en el mundo y seguía yendo al ataque, intentando llevarla a un pobre reservado, a hablar de la vida, eso le decía. Ella solo quería bailar como una rubia loca, que bailaba sola hasta el amanecer. Él seguía avasallando, hasta que ella no pudo más y lo cortó en secas de una bocanada furiosa y fría, más helada que el hielo batido del aperitivo. Fin de la historia.
La vuelta fue cada uno en coches distintos. En el de ella iban su amiga y su novio, con César "Banana" Pueyrredón de fondo. ¡Qué bajón! No pudo digerir nunca más al talentoso Banana. Se indigestó con su música durante todo el trayecto de regreso a casa.

Por  Andrea Sigal  © 2016

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