NI UN PELO DE ZONZO


Todo cambia, los años tiñen los cabellos, los matizan y a veces sin un por qué aparente, los marchitan y los hacen caer antes de que la cronología así lo indique.
Y sí, los hombres padecen de ese problema, el cuál es estudiado por la ciencia; que busca, una y otra vez, dar con la cura en el menor plazo posible.
Mientras tanto, el que espera desespera. Y continúa al aguardo del milagro que nunca se digna en llegar. Por eso, en el ínterin, se aprovecha de buen gusto la moda de cabezas rapadas, para que todos puedan lucir su calva sin culpa.
La historia arranca en la década del 50, cuando un muchacho muy guapo y codiciado de Paternal, se fogueaba en los bailongos con su estupendo jopo petitero, al ritmo de Elvis Presley y de Los Plateros. Las jovencitas suspiraban al verlo arribar, con su saco con tajitos de costado y sus tres botones al frente; la camisa de cuello redondo para traba y las mangas para gemelos; el pantalón ajustado, marcando su espléndida figura, al ritmo del rock and roll; y los mocasines tradicionales, haciendo juego con todo el conjunto.
Oscar, vale aclararlo, no sólo era una cáscara hueca de contenido; sino que además de su bella sonrisa, y sus ojazos celestes como el cielo; también cuando abría la boca deslumbraba por su chispa y encanto.
Era un gran imitador, que a tono de burla y sarcasmo deliraba a los chicos del grupo y a las chicas también. Ellas se disputaban su amor. Pero él histeriqueaba con todas. Y picaba un poco allí, un poco allá; y finalmente, no le entregaba su corazón a ninguna. Porque su codicia era la conquista eterna. Y principalmente, su trofeo era agraciarse con su propia esencia.
El atractivo bailarín cursaba abogacía. Había terminado recientemente la escuela secundaria en el Colegio Nicolás Avellaneda. Todo un logro para aquel período. Logro que abandonó, luego, para dedicarse a la indumentaria textil.
Los años pasaron, el conquistador fue conquistado. Y la vida, poco a poco, le fue transformando su abultado jopo, en un cabello más tímido, que se iba entremezclando para, finalmente, disimularse los unos con los otros. Muchos ya nunca volverían. Y harían arduo el trabajo diario de ese hombre por intentar ocultar lo que estaba a la vista.
 Así fue como un día, en los años 70, en los que tomó la decisión que lo acompañaría por las siguientes dos décadas. Fue a Svenson Hair Center, el salón de belleza masculina que atendía a los famosos con el mismo inconveniente. Y apareció de pronto, con un hermoso entretejido realizado con sus propias mechas, tan natural que ni siquiera se le notaba. Y renovó su autoestima hasta el límite de su propio ego.
Pero los años, siguieron avanzando, los problemas económicos hicieron más esporádicas sus visitas a la paqueta y costosa peluquería. Y su postizo decolorido comenzó a envejecerse con el paso del tiempo. Y empezó a escuchar toda clase de improperios por donde deambulaba.
Un día su hija le preguntó, por qué soportaba semejante humillación diaria. Y él que no tenía ni un pelo de zonzo, le respondió: “Hay que tener muchos huevos para ir con esto por la vida”.
Pero las anécdotas se volvieron diarias, y el ingenio de Oscar para defender lo indefendible se hizo crónico.
“Romay”, le gritó uno. “Soldán”, vociferó otro.
No obstante, algunos se zafaban de la broma y saltaban a la falta de respeto. Gritándole: “Sacate el gato de la cabeza”, a lo que él les contestaba: “Yo lo tengo arriba, vos lo tenés al lado (por la chica que acompañaba al que se quiso pasar de vivo)”.
Otras fueron aún más subidas de tono, un personaje de esos que nunca faltan, se pasó de la raya y lo gastó desmesuradamente. Oscar, sin pelos en la lengua, con la velocidad de la luz, fue aún más guarango y atrevido que su interlocutor. Y sin perder la calma, con una sonrisa hiriente y burlona le propinó: “Más respeto, más respeto, que esto (señalando su peluca); está hecho con los pendejos de la concha de tu madre”. Obviamente, el cazador cazado, se quedó mutis y siguió su camino absorto, ante semejante reacción. Creo que ese maleducado, antes de sobrar a un ser humano otra vez, lo va a pensar al menos dos veces.
Pasaron años, hasta que llegó el día tan esperado por toda su familia. Familia que sufría al verlo lidiar con tanta sorna ajena, miradas de burla, chanzas verbales directas e indirectas.
Y le dijeron al unísono: “¡Basta!”. “Hay que eliminar el problema de raíz, los prejuicios por el qué van a decir los demás carecen de importancia alguna, si igual se la van a pasar opinando sobre cómo tiene que vivir su prójimo”.
Oscar temía verse feo, estaba acostumbrado a seducir, pero lo que no se daba cuenta, que aún calvo era muy encantador. Y pensó, en un pretexto para enfrentar a sus conocidos, el día después. Planeó una supuesta apuesta futbolera; por la cuál ponía en juego su cabellera. Ese fue su leit motiv.
Ya su hija con la cortadora de pelo en la mano, lo dejó inmóvil en un rincón del ring, y le dio un nocaut al viejo peluquín lívido, antes de que su padre pudiera arrepentirse.
Así nació un nuevo hombre, nunca más sintió la burla en su rostro, aunque a modo de confesión siento que en el fondo de su corazón sigue extrañando, los tiempos en los que su peluca era el centro de todas las miradas de los transeúntes; y su verborragia era toda una atracción en el café dónde diariamente defendía su estirpe cueste lo cueste y caiga quien caiga.

Por Andrea Sigal © 17/12/2011


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