DIFERENCIAS IRRECONCILIABLES
Estuve cerca de ti; y sin
embargo, nunca llegué a conocerte. Eras distinto, especial y tenías ideas
“raras” en tu loca cabecita. Quizá fueron los narcóticos los que te embarcaron
en este camino delirante. O tal vez, ya sea algo que nació con tu propia
esencia.
Yo era muy terrenal según
dijiste. Vos querías volar y yo te bajaba de un hondazo a la realidad que tanto
odiás.
Los tuyos eran los piolas, los
bohemios, las grandes personalidades. Los demás eran caretas del aquí y ahora.
La historia comienza con un
encuentro fortuito en el lobby de una empresa, que ofrecía trabajo. Ahí nos
conocimos, te acercaste y nos hicimos amigos, aunque tenías otras pretensiones
conmigo. En cambio, a mí no me pasaba nada en lo absoluto.
Fui para vos como un trofeo,
me perseguiste más de dos meses, durante los cuáles no recibiste a cambio el
interés que esperabas de mí y eso te volvía loco.
Hasta que un día el desinterés
se volvió intriga, la parquedad desencajó en ostentación, el chico bueno se
transformó en villano, y esa joven mujercita sucumbió ante lo desconocido.
Salíamos, hablábamos mucho, me
contaste tus historias quijotescas y yo navegaba en un mar de palabras y
novelas fantasmagóricas.
Caminábamos de la mano horas
enteras, sin cafés, sin gaseosas, sin nada, porque nada tenías para ofrecer,
solo relatos de una vida oscura, llena de baches y recovecos.
Me contaste que habías huido
hacia Canadá para escapar del abismo, que allí en la lejanía helada encontraste
un poco de calor. Y que la soledad, al menos, no te permitía caer en la
tentación que siempre está expectante. Pero te deportaron y tuviste que volver;
volver con la frente marchita.
Con las semanas, me fui
percatando de que no te gustaba la proximidad física, sólo abrazos esporádicos
y algunos besos furtivos, muy extraño para un muchacho que no llegaba a los 30.
Eso hizo que con los días me sienta vacía y dude de tu sexualidad; las piernas
ya estaban cansadas de tanto caminar y mis oídos ya se habían hastiado de tanta
aventura. Relatabas épocas en las que salías con siete chicas a la vez, que te
peleabas a trompadas por doquier, y que encima salías victorioso. Pero,
agregabas, que esos eran otros tiempos. El tema era que a mí me tocó conocerte
en tu era moderna, en donde todo era espacial y abstracto. Y en contraposición
a lo que a mí me ocurría al estar contigo contemplándote, a vos te pasaba a la
inversa, yo ya no era inalcanzable y eso era muy mundano para tus ambiciosas
expectativas.
Así que un día, en una cálida
tarde de domingo, en la Costanera Sur de la Ciudad, rodeados de parejas
amorosas que tomaban sol muy pegados. Me miré en una punta y te visualicé a vos
en la otra, distantes. Eso sí, con una charla exquisita. Entonces cansada de
tanta hipocresía, te pregunté sin vueltas qué era yo para vos. Tu respuesta me
dejó absorta, me contestaste que el amor era otra cosa, que se podía querer a
alguien sin tocarlo, como se quiere a la naturaleza, a Dios, a una madre, etc.
Me planteastes que no pretendías perderme; pero que esa era su forma nueva de
amar. Obvio, que le di las gracias por los momentos vividos y me fui corriendo
en el sentido más opuesto que encontré en ese instante.
Comprendí que el deseo se había
disipado desde aquel minuto en que ante sus ojos dejé de ser una superchica
codiciada para convertirme en una mujer común, con proyectos normales y que,
para colmo, platicaba de cosas profanas. Y fue ahí que pude develar su
verdadera metamorfosis, entonces todo se volvió cenizas y se volatizó para
siempre.
Soy así, simple, quiero amar,
amar de verdad, a un hombre real que sienta la vida tal como es; y no que
necesite “incentivos” para ser feliz.
Se puede soñar, divagar,
idealizar; sin necesidad de drogas, de pastillas, de “fasitos”.
Quiero ser feliz con un hombre que exista de veras.
Por Andrea Sigal, © agosto de
1998
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