LEÓNIDAS, UN LEÓN AMENGUADO




Ser león implica muchas responsabilidades. Debe vivir su vida en una manada, luchar por ser el líder de su prole. Ocupar un lugar preponderante en la escala social de la pirámide selvática. Tener siempre que realizar nuevos desafíos para permanecer en la cresta de la ola. No quedarse dormido aún dormido. Porque ser un monarca implica estar siempre despierto y alerta para mantenerse en el  primer puesto.
Leónidas era un rey león, todos le tenían un gran respeto, su hermosa melena dorada era la envidia de los farandulescos chimentos; y las hembras morían por posar sus ojos amarillentos en su pelaje brillante como el sol.  Además de tener una contextura deportiva y un peso acorde para soportar el compromiso de las responsabilidades latentes. El felino prestigioso tenía una capacidad mental a fin de no tener que usar la fuerza para lograr tal o cual objetivo. Él usaba su intelecto, su astucia, su tino.
Fue así que poco a poco logró además de ser temido, ser respetado. Su opinión era la más apreciada. Era confiable, límpido, sagaz. De corazón noble. Pero gallito de riña si alguien atinaba a provocarlo. Y si tenía que engullir su dentadura en la carne de un rival no le temblaba el pulso ni las garras. Solo con rugir su voz de vez en vez, sus 200 km de territorio bajaban los decibeles en pos de su respeto.
Leónidas se apoyaba mucho en las leonas de su manada, en especial de su compañera de vida, una gran cazadora de mirada cautiva, que siempre se mantuvo fiel al lado de su señor. Cubriéndole las espaldas para que viva una vida tranquila. Se sabe que los leones pasan el día durmiendo  o descansando, y su actividad ocurre por la noche. En las pocas horas activo él armaba arduas partidas con ajedrecistas feroces donde se disputaba la vida en cada jugada.




Leónidas tenía altibajos que trataba de opacar, la vida le había propinado varios reveces que le fueron muy cuesta arriba remontarlos. Varios “jaque mate” en su haber. Le quitaron las fuerzas, las ganas y ambas a la vez. Y ya no dormía porque era propio de un león bravío hacerlo. Dormía para soñar con cosas inalcanzables. Dormía para pensar en fracasos inconcretables. Dormía para olvidar penas y decepciones. Dormía y no quería despertar siquiera de noche para realizar su rutina diaria. No tenía voluntad ni metas a futuro, ya no podía hacerlo siquiera por su manada. Esa prole que esperaba una reacción. Una palabra de su líder. Sin él las cosas no funcionaban, aunque sí  seguían funcionando. Sin su brillo todo parecía opacarse.
Un día, apareció una luz encandiladora, que lo segó y a la vez le aclaró sus pensamientos. Lo puso nuevamente en eje. Le hizo ver que había una vida esperándolo a él y solo a él. Que no era reemplazable. Que era el rey. Y que como rey, no podía darse el gusto de deprimirse y abandonarlo todo.
Fue así que de la noche al amanecer, tomó el toro por las astas. Volvió al ruedo, se sacó la almohada de la cabeza amenguada y se puso otra vez la corona que sólo le calzaba a él.

Por Andrea Sigal ©2017

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