AMOR SIN BARRERAS


Estar solo o sola tiene sus beneficios, nadie se entromete en tus asuntos, ni te dice lo qué hacer y lo que no. Asimismo, no tenés que estar marcando boleta en algunos casos, o celar insensatamente en otros. Ni llevar cuernos ni hacerlos llevar.
En contraposición, también uno no tiene en quién refugiarse en los momentos de soledad ni recibir un millón de mimos acogedores.
Por esa razón, estar en pareja tiene sus pros y sus contras. A mí me pasaba que por períodos prolongados gozaba de mi soltería, pero siempre preguntándome cuándo llegaría mi príncipe azul. Lamentablemente, la mayoría de las veces los galanes que se presentaban afloraban de distintos tonos y matices; pero nunca traían consigo el zapatito perdido.
Luego de haber sufrido por amores que no fueron, y de haber celado más de lo imaginable al divino botón, llegó a mi vida un muchacho común, laburador, inteligente y bien vigoroso. No me volvió loca de remate, pero pensé que eso era fruto de la madurez.
Me venía bien una relación no pegajosa, porque estaba cursando una carrera terciaria y necesitaba tiempo para estudiar.
Nos veíamos los miércoles y los sábados. Hablábamos de vez en vez y de cuando en cuando.
Recuerdo que teníamos una charla amena; pero me fastidiaba un poco su tacañería a la hora de dejar propina en el bar. Una vez, fuimos por Libertador a un PubLa Aldea”, que estaba de onda en esa época. Nos sentamos a la luz de la luna, en unos jardines iluminados por velas tenues; todo muy romántico hasta que nos trajeron la carta. Entonces, vi que su rostro se enrojeció de la rabia, miraba las opciones disponibles, no con hambre devorador o sed intensa; sino con una furia contenida, al vislumbrar la zona en donde estaban los precios de los menúes de la casa. Sin dudarlo, lo indagué: - ¿Querés que nos vayamos a otro sitio? Y él me respondió: Si fuera por mí ya me hubiese ido, pero no quiero que te sientas mal vos. Obviamente, que le imploré que nos fuéramos en ese preciso momento, porque no quería que su alma se desintegre allí mismo. Y partimos hacia el Tigre, a un bello lugar más económico. No se lo dije nunca, pero me indignó tanto esa chapucería.
Y seguimos así un par de meses, no más. Mientras tanto yo me instruía, y me reunía con mis compañeros a preparar los exámenes. Me sentía muy liberada. No tenía celos de lo que hacía o dejaba de hacer él en mi ausencia. Y me creí superada. Menos hincha bolas.
Un día vino el replanteo, que pensé que nunca un hombre me haría. Me reprochó que esperaba otra cosa de mí, que se sentía solo cuando iba a entrenar o cuando hacía alguna demostración de sus artes marciales. Que los demás amigos estaban acompañados de sus novias y él siempre estaba solo. Le contesté orgullosamente, qué nunca me había pedido que lo acompañe, que si quería lo iba a hacer en adelante. Y añadió que, al margen, se notaba muy desposeído estando conmigo, que no percibía mucho interés de mi parte, y que me pedía un tiempo para que ambos reflexionáramos sobre nuestro proyecto de pareja. Le solté un inmediato sí por supuesto, no era cuestión de mostrarme muy interesada. Y eso lo puso de peor humor, me cuestionó que estaba a la vista que me importaba muy poco perderlo, ya que no demostré mucho sufrimiento por el lapso pedido. Y la verdad tenía razón. Ese fue nuestro último encuentro.
Unos cuántos meses más tarde, me volví a enamorar. Y me di cuenta que la mujer superada de aquellos días, era puro invento de mi loca imaginación. Faltaba apasionamiento verdadero en aquella relación que nunca fue. Volvieron los celos, las chiquilinadas, el estar navegando en el aire, el querer verlo en cada santiamén, el quedarme frente al teléfono esperando que suene. En conclusión: volverme loca de amor tan solo con su remembranza.
Porque los que aman o dicen amar sin barreras, al libre albedrío, son al menos sin dudarlo un tanto desamorados.

Por Andrea Sigal, © septiembre de 2011

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