El alquiler



Cuando alquilé aquella casa de la avenida San Juan, cerca de la 9 de Julio, no entendí la premisa de la dueña, que me pedía encarecidamente que no suba nunca al altillo de la vivienda.
Pero la curiosidad mata al gato, y como buena gatita me deslicé a hurtadillas hasta el rincón más alto de aquel PH. Pero estaba cerrado, tan cerrado y oscuro que bajé más rápido de lo que había subido.
Por un tiempo, ni atiné a asomarme a esa escalera gris y lúgubre que estaba al final del pasillo.
Los días que viví allí fueron raros, apocalípticos. Sufría de insomnio o tenía despertares fatigosos. Mi cuerpo sudado se encendía cada mañana; era como una sensación extraña de fastidio y deseo.
Pasaron los meses, y las cosas no cambiaron demasiado. Mi curiosidad permanecía latente. Pero aún el miedo no me dejaba quebrantar las reglas del contrato.
Con el tiempo, la realidad me absorbía en mi propia fantasía. Y ya no sabía a ciencia cierta qué me estaba pasando. Tenía que vencer el miedo, tenía que conocer lo me atrapaba día tras día. No podía dejarme oprimir por la inoperancia, por los preceptos, por las imposiciones. Pero no lo hice ese día, ni al otro ni al siguiente.
Me hice mil preguntas y encontré mil silencios. ¿Y si allí estuviese las llaves de mi destino? ¿Si el deseo me llama cada mañana, acurrucándome cada noche, por qué no he de ir a buscarlo?
Pero me habían dicho que no, que no debo, que no puedo, que no lo intente. Y me quedé con esa cruz clavada en mi conciencia. El deber ser, otra vez, interponiéndose en mi camino.
Y me sesgué y me marchité. Deshidratada en vida, continué agrisándome lentamente. Una vida sin brillo, sin aventura, sin sobresaltos.
Otra jornada más, otro despertar sudoso, otro atardecer en llamas, una vez y otra vez.
Esa mañana nada fue igual. Me desperecé con otra clase de energía. Y comprendí que estaba lista para cruzar aquel umbral. Sabía que había llegado el momento de mi propia rebeldía mundana. Y di un paso lento pero seguro. Y a continuación, los siguientes se sucedieron solos. Sin darme cuenta, ya estaba en el piso superior en la puerta de aquel lúgubre altillo.
De pronto, todo se desvaneció. Me quedé petrificada. Mis ojos no podían creer lo que veían. Me quedé tiesa, inmóvil, expectante. No podía reaccionar, sentía toda clase de temores, de agonías. Y cuando al fin, la realidad cayó frente de mis narices, reaccioné enfurecida.
La puerta no tenía cerrojo, la luz quemaba mis pupilas, los colores de ese ático inundaban la atmósfera. Todo era vida allí. No entendía nada en lo absoluto. Sentí una gran felicidad interior. El miedo pereció allí en ese momento. Y un gráfico que colgaba de la pared me envío las últimas palabras: has vencido tus propios miedos. Tu ceguera no te dejaba avanzar. Bienvenido a la vida real. Sé feliz.
Más confundida que nunca; pero nunca más feliz, abandoné ese lugar para siempre. Jamás pedí una explicación, no hacía falta, porque me bastó con haber encontrado mi propio camino.

POR ANDREA SIGAL, © COPYRIGHT, 2010


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