La sabiduría de los años...

Encanecida, cansada, fustigada de la lucha cotidiana; así llegué a esta vejez luego de tantos caminos recorridos. De tantos curvas y contra curvas. De tantos baches, caídas, espinosos senderos, descensos fortuitos y muchas pausas en el desierto.

Duelen los huesos, duelen los cayos de tanto andar. Pero, también las canas me hicieron sabia y más profunda. Atrás dejé las banalidades, los caprichos, el consumismo extremo. Ahora puedo ver la vida desde otro lugar, con más objetividad, sin tanto fanatismo.

Recuerdo cuando aún muy joven no podía soportar un pensamiento adverso al mío. Me viene a la mente, la confrontación impulsiva o la expulsión directa. El debatir era un problema, porque siempre quería imponer mi opinión, desestimando al adversario. Y terminaba con un "punto" como aprendí de mi abuela, cuando quería que la discusión finalizase con su última palabra.

La juventud me dio la riqueza de aventurarme en diversas disciplinas; pero me costaba finalizarlas. Y cambiaba como el mundo. Apurada, como si alguien me corriese. Y como estaba apurada, no disfrutaba, no gozaba, solo transitaba hacia algún lugar. Mil veces lloré por cosas sin sentido, por amores platónicos (gente que no era lo que aparentaba ser).

Cuántas veces me enamoré de proyectos de ser humano que estaban en mi imaginación; porque en la vida real eran personas totalmente carnales y no superdotadas. Cuántas otras, pensé que existían palidenes de la Justicia, superhéroes armados por la televisión, ídolos, etc. Con los años, aprendí que la mayoría de la gente tiene un precio. Y que hay algunos que se compran y otros que se venden. Y otros, peor aún, que embargan hasta sus seres queridos.

Vivía para trabajar, para ser mejor que el mejor; para poder consumir millones de "espejitos de colores". Porque "ser tiene sus privilegios" y yo  quería "ser". Y me metí en ese circuito loco. Y ya no sabía si lo hacía porque quería o porque si me bajaba tal vez nunca podría volver a subir.

Un día, no sé cómo sucedió: o me bajé o me bajaron (creo que me bajaron; pero nunca lo reconocí). Y tuve que aprender a mirar con otro cristal. Y a la fuerza dejé atrás los prejuicios, las cosas sin sentido.

Me relajé, me olvidé de tener que ser la mejor. Al menos, ya no tenía que competir con mis compañeros, no debía demostrar ante mi jefe cuán inteligente era (y encima nunca se percataba de ello), no tenía que merecer un puesto, un ascenso, un descenso directo, un premio, una recompensa, un telegrama.

Era libre, pero me sentía pobre. Pobre de pobreza. ¿Y ahora qué hago?, me pregunté. Y decidí seguir caminando. La senda fue dura. Pero al final, siempre hay un camino. Una puerta que se abre. Los verdaderos afectos aparecen. Los falsos amigos se esfuman como si nunca hubiesen estado.

Y allí, por fin sola con el alma desnuda pude conocer mi verdadera identidad y sacar lo mejor para afuera. Y comprendí que no hay nada más importante que el amor desinteresado. Ese que escasea últimamente, porque tiene mucha demanda y poca oferta. Pero tal vez, el error fue haberme dado cuenta demasiado tarde. Cuando ya duelen los huesos, cuando el corazón ya no galopea con fuerza (y no por falta de cariño; sino porque las arterias no responden como antes).

Por eso, ya con pocas rutas por vislumbrar te dejo mi sabiduría, mis tiempos, mi aprendizaje para que no tardes tanto trecho en darte cuenta que lo que cuenta en esta cuenta regresiva es lo que verdaderamente tenés para dar y lo que necesitas recibir del mundo que te rodea.

Desnudá tu alma y abrí tu corazón.

Por Andrea Sigal, © COPYRIGHT, 2010

Comentarios

Entradas populares de este blog

UN PERRO, UN HOMBRE, UN ABISMO

Que los hay, los hay... ¡Y Ojo porque andan sueltos!

LEÓNIDAS, UN LEÓN AMENGUADO