EL ESCORPIÓN DE DOS CARAS




Lo veías ahí, tan inofensivo, tan servicial, queriendo adular a los que lo superaban de físico y de intelecto. Andaba de aquí para allá, con sus tenazas afiladas, pero desarmadas e inmóviles en apariencia, queriendo ser lo que no era. Parecía un adepto ideal, el que te escucha, el que persigue a las sombras tus pasos, solo para complacerte. El que tiene tus mismos gustos, disfruta de las mismas andadas. Pero que en la oscura soledad lo único que encuentra para sí es un bichito sumiso a quién devorar. Y así, enterrado hasta el cuello, sin que nadie se percate de su sed insaciable y de su presencia, engulle su mandíbula hambrienta sobre unas cuantas cucarachitas, feas, sucias y rancias. Esas pobres inmundicias que cayeron en su paladar expectante. Total, las cucarachas fueron hechas para servir de ración, cuando no se puede pretender deglutir algún que otro manjar mediterráneo, al menos se cena uno subterráneo. El escorpión era amigos de sus amigos, aunque su verdadera esencia era solitaria. Hecho que no lo obstaculizó para que, en los últimos tiempos se lo vea relacionarse con un grupo de joviales y famosos personajes de la elite selvática. Con ellos su comportamiento subyacente se modificó; ya que no osaría chupar el néctar de un león ávido y despierto. Tampoco el de un águila agazapada. Mucho menos se enfrentaría a un elefante de piel áspera y resistente a las picaduras sigilosas. No, se tenía que contentar con un insecto nauseabundo en las oscuridades profundas de una rejilla o cloaca, lejos de las miradas inquisidoras. El alacrán no estaba preparado para cazar a lo grande, solo podía contentarse con una mendiga migaja de sus aliados poderosos. Y eso lo llenaba de odio y de envidia. Cuando regresaba a su morada oscura y lúgubre, a la hora de la siesta, apartado del mundanal ruido, divagaba con saborear sangre fresca de un ser vivo que no se halle arrastrándose en las profundidades periféricas. Soñaba con atacar al mejor, con convertirse en uno de ellos, aún con su diminuto tamaño; ser el que mande, ser el que se le obedece. Si su veneno es vil, si su raza es una de las más antiguas del planeta, si su condición se adapta a cualquier lugar del mundo, si su ambición de poder es aún peor que su veneno, si su amistad es tan mentirosa como su estatura moral. Un día conocerían esos engreídos quién era él, pensó una y otra vez. “Un día, si la cuentan, me rezarán por un perdón”. “Y tal vez”, resopló soberbiamente añadiendo: “Y sólo tal vez, los dejaré vivir para que me soben el lomo”. Y así fue, que en un planeado viaje de placer, los camaradas del reino animal, partieron de aventura, armaron sus equipajes, y se embarcaron en una travesía por la selva. Y en la selva sobrevive el más apto, no el más grande, ni el más fuerte. Y el escorpión tenía un plan certero. Y el plan era atacar y tomar el poder por la fuerza, ese poder que anheló a lo largo de su hipócrita vida. Y poco a poco el velo comenzó a correrse. Primero fue por el águila, a la cuál le pidió que le haga de parapente. Su amiga con gusto le puso el lomo y desplegó sus alas al viento. Qué feliz se sentía de hacerlo volar por primera vez. Lo que ella no sabía es que ese sería su último vuelo. El escorpión esperó disimuladamente, el momento del descenso, cuando el águila estaba indefensa sacando sus patas de aterrizaje. Ahí, la picó; y a los pocos minutos murió. El reporte fue: Aterrizaje forzoso y trágico. Todos los amigos la despidieron solemnemente. Qué final para una gran voladora cavilaron. Pero la vida continúa y decidieron volver a su rutina veraniega. El elefante quiso ir a recolectar exquisitos frutos a la copa de los árboles. Esa jungla poseía los arbustos más deliciosos. El astuto escorpión se ofreció a acompañarlo. Y deambularon de aquí para allá, se confesaron historias inconfesables. Estaban en una carcajada eterna, hasta que hallaron un árbol de manzanas verdes, las preferidas del mamut, y cuando levantó su trompa para engullir la poma, el escorpión lo picó una y otra vez, sin que el mastodonte de piel áspera y rígida lo pudiera percibir. Solo un dolor infinito hizo que el fruto quedase atragantado en la trompa. El reporte decía: Atragantamiento bulímico. Todos lloraron a rabiar. El elefante blanco era de las mejores personas conocidas. El mundo sintió su desaparición. Aún hoy lo siguen extrañando. Volvieron apesadumbrados a la guarida. No había ganas de seguir el viaje. Pero la sabandija insistió que no se podían ir sin visitar a un primo lejano que vivía en las cercanas Pirámides de Egipto, donde iba a concluir el tour programado. El león accedió. Una mancha más al tigre qué importaba ya. Y tomaron el primer vuelo rumbo a tierras de Tutankamón. Llegaron cansados, aunque el arácnido que no lo es tanto, y que tampoco es crustáceo, más que cansado estaba eufórico. En unos días, sería cabecilla, líder, magnicida. Por fin a rey muerto, rey puesto, pensó demoníacamente. Y enredó al león fustigado con un mar de mil palabras adormecedoras. El felino ya no podía pensar, estaba triste, desamparado, así que cada oración rebotaba en su cerebro sin entrar ni hacerse eco. A la mañana siguiente, salieron tras las pirámides. Una vez allí, bajaron hasta la parte más profunda y secreta, aquella a la que nadie había llegado aún. Pero que el escarabajo con cola envenenada conocía mejor que ninguno. Qué cerca estaba el final para uno. Y el principio para el otro. Al tocar fondo, en una oscuridad magnánima, el malvado escorpión corrió a clavar su veneno en el vientre del león. Cuando al fin logró saciarse con la sangre derramada, prendió un cigarro y vio unos ojos enardecidos de rabia que lo miraban inquisitivamente. Tembló y sudó como nunca lo había hecho. El león lanzó un rugido que retumbó en toda la arquitectura egipcia. El alacrán trató de explicar lo inexplicable. El felino siguió rugiendo con más bronca. Empezaron a desmoronarse los cimientos, las elucidaciones fueron en vano. Pero tenía curiosidad de saber el por qué, y quiso escuchar mil pretextos que jamás podrían exculparlo. Y la confesión final llegó, y le detalló su mundo ruin, de comer escoria ajena, ver cómo los demás gozaban de una vida mejor, con lujos, con poder, con ricos aromas, con compañías agraciadas. Y que la envidia se apoderó de su alma un día para siempre, que no se contentaba con pertenecer, con haber sido acogido con bondad, con beneplácito. Que deseaba lo que ellos poseían, que anhelaba sacarlos del medio y ocupar su lugar. Si bien era de apariencia un crustáceo, su interior era de esencia arácnida. Su capacidad para poder trepar por encima del resto lo llevó a codiciar el podio. Armo redes y espero pacientemente que sus enemigos caigan en ellas. Y cuando los tuvo allí, les clavó el aguijón envenenado que escondía tras su cola. Está en su naturaleza. Y de la naturaleza nadie escapa aunque lo desee. Pedir perdón tampoco era su condición, porque ni siquiera estaba arrepentido, solo decepcionado consigo mismo. El quid de la cuestión era no haber podido culminar con su plan maestro. Ahora restaba comprender cómo había hecho el león para no morir en el intento. Cómo se le ocurrió ponerse un protector repleto de jugo de tomate en su vientre. El felino, rey de reyes, seguía siendo monarca por su desconfianza y su intuición. Y no tanto por sus afilados dientes. Mientras el escorpión confesaba esto, el león se retorcía de la rabia pensando: Por qué sus amigos no lo habrán escuchado a tiempo. Por qué habrán creído que era otra de sus desconfiadas proezas. Lástima, siempre les recomendaba a sus feligreses que jamás confiaran en un escorpión, porque a pesar de sus buenas intenciones, era natural en ellos el arte de picar a quién se les acerque, porque no están hechos para querer, nacieron para odiar. Dicho esto, todo fue oscuridad eterna para el picador serial. El soberano le puso punto final. Pero siempre habrá sucesores. 

 Por Andrea Sigal © 2016



Comentarios

Entradas populares de este blog

UN PERRO, UN HOMBRE, UN ABISMO

Que los hay, los hay... ¡Y Ojo porque andan sueltos!

LEÓNIDAS, UN LEÓN AMENGUADO