EN BUSCA DE LA FLOR PERDIDA


El picaflor es el único pájaro que puede volar hacia atrás, no tiene parangón. Cuando alza su vuelo, y mueve sus alas cuán helicóptero viviente no hay quien no  quede boquiabierto ante su presencia.
Él va de flor en flor buscando el néctar de la vida. Ávido de los placeres mundanos hará cualquier cosa por probar un nuevo sabor. Una agraciada planta pulposa y de colores hechiceros, que lo llama y él a todo motor conduce atraído e hipnótico hacia ella. La flor más bella, que hoy es la única; y mañana será otra naciente. Su corazón galopa a 1200 pulsaciones por segundo. No puede dedicar semejante trote a una sola doncella en flor. Su motor de varios caballos de fuerza está preparado para la velocidad, para la huida repentina. Para la primera señal de deseo que le provoqué un remolinado aleteo constante  y sonante en su cerebro. No podrá nunca sucumbir ante la apetencia, que es el combustible que mantiene su motor en las cilindradas correspondientes.
Es un ser que deja su huella. Y sabe dónde la ha depositado. No olvida nunca donde obtuvo sus deleitosos manjares. Y el sitio en el que deglutió su mejor ración. Su artimaña es dejar que el tiempo transcurra lo suficiente para que aquellos  pétalos vacíos vuelvan a estar rodeado de néctar, para así poder volver al lugar del hecho en el momento justo. Ni antes ni después.
Un día el cazador se dejó cazar. Le colocaron las esposas y lo metieron en una jaula llena de seguridad y contención. Quiso probar el vivir enjaulado, y con beneplácito se dejó cortar las alas en el mejor coiffeur emplumado de boga. Y se sometió, pero no tanto. Y tuvo su cría, su descendencia. Pero no pudo con su naturaleza y a los tumbos prosiguió volando por lo bajo, a hurtadillas, a picotear cuanta flor de florero se le posara suelta de plumas cerca de su morada. Y ya desplumado, como un zorro que pierde el pelo, pero continúa con las mañas; ya no perdió una sola ocasión para darse un respiro y una fuga vertiginosa y esporádica hacia la aventura. Le quemaba el néctar furtivo, endrogado con el pecado casual. Descubrió con el tiempo, mientras fue atrapado con las manos en el mojado extracto de secreciones, que lo mejor era volver al ruedo y volar. Y voló y voló…
Y voló porque la libertad para su tribu no se negocia, rompió de una vez y para siempre todas las ataduras, a pesar de las habladurías parlanchinas de lechuzas, cotorras, buitres y murciélagos. Hastiado de la rutina emprendió un nuevo revoloteo hacia un lugar incierto. Hasta quedó un rato suspendido en el aire para poder gozar del espectáculo que brindaba  la madre naturaleza. Y partió cerca de un río repleto de pescadores a la  vera de la orilla. Hurtándoles con el pico espada una caña de pescar para atrapar algún que otro sazón repentino.
Y ya de nuevo en el bullicio, su presencia no pasó desapercibida por su  impronta de arcoíris, aquel que aparece para dar color luego de una tormenta gris. Su pico aerodinámico y su coloquio impertinente deslumbraban a diario a las hembras que revoloteaban a su paso. Él las apasionaba rodeándolas de aplausos petulantes, infinitos y estrepitosos. Y faltándoles el respeto con su atrevida seducción caían en picada libre rendidas ante su arrogante sonrisa.
Las flores sabían que eran deseadas y luego abandonadas; pero así lo querían, así lo anhelaban. Y cuando el ocaso llegaba ellas añoraban los pequeños momentos compartidos, aunque hayan sido efímeros y superfluos. Al menos lo habían vivido.
Colibrí encantador, de verborragia encandiladora. De gracia alardeante, de una y mil historias quijotescas, muchas ciertas,  historias que te hacen subir a un submundo de fantasías vívidas.
Esta ave es muy particular, y hablo de este particular pájaro, y no de ningún otro. Bello por donde lo mires. Pero solo gózalo ese rato que quiera obsequiarte y no procures atraparlo jamás, porque vino a esta vida solamente para gozar de su infinita libertad.


Por Andrea Sigal  © 2018

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